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Gonzalez Byass: la cata imposible
De la mano, y de la palabra, de Antonio Flores — pocas personas relatan tan bien la cultura del Jerez—, vivimos en Gonzalez Byass una cata única. El adjetivo nunca estuvo mejor puesto.
Antonio nos planteó una cata ligada al libro de estilo de Gonzalez Byass. Una aproximación a su legado, a su historia, a su memoria —“no hay que olvidar la tradición, al mirar al futuro”—Memoria sustentada. Memoria archivada. Y tres archivos de postín. Un excepcional archivo documental, cuna de ideas y de historias en torno a los vinos de Jerez.
Esa mirada a la tradición, está también representada por el segundo archivo: el archivo líquido, la memoria de añadas y de experiencias almacenada en botas. Las botas como memoria, y la memoria de las botas.
Y un tercer archivo: la historia de Gonzalez Byass en un botellero —5.000 botellas en la actualidad, en el futuro serán más—. A partir de esa memoria, pudimos revivir también el lenguaje —esa sutil forma de crear realidades— en términos como el de oloroso fino (1864), y su posterior relación con el de palo cortao.
La primera parte de la cata estuvo dedicada a los finos varietales. De añada. Empezando por el fino de uva palomino de la añada de 2016. Fresco, con un componente salino, con un nivel alto de acetaldehído (712 mg/l), que nos reveló una flor fuerte, no debilitada, en donde el velo de flor no ocultaba nada, no enmascaraba, sino que se convertía en un segundo terroir.
A continuación, un fino de Pedro Ximenez, añada de 2015. Con flor debilitada, bajo nivel de acetaldehído (113mg/l), con gran potencia en boca, y en el que los suelos de albarizas de los pagos del Marco, dejaban una vez más su presencia.
Después, una gran novedad: el fino de Moscatel, de la añada de 2018. Uva moscatel morisco, del pago de Madroñales. Aflorado en nariz, con una personalidad casi escandalosa. En boca, salobre, vertical, diferente. Con flor sólida y consistente. Una flor que de nuevo sumaba. “Más velo, y más suelo”, concluyó Antonio. Con la salinidad de la albariza y con poca acidez volátil.
Cambiamos de tercio, y de vino. Y entonces con la cata nos hundimos en el tiempo. Viajamos en el tiempo. Y nos fuimos a un amontillado con mucha historia, con una narración de ida y vuelta, desde Gonzalez Byass a Croft en 1975, y vuelta a Gonzalez Byass en el 2000. Un amontillado de 1975, apretado, profundo, viejísimo.
Animados por la historia y por el léxico de los vinos de Jerez —una pierna de bodega, una calle, una jarra, el peso bodeguero, los cuartillos…—, que nos iba desgranando Antonio en su charla sin tiempo — “en una sala de cata no debe de haber un reloj”: nos recordó a su padre— llegamos al amontillado de Parte Arroyo. Otro vino con mucha historia detrás. De origen portuense, ligado a una aristocracia —el marqués de Parte Arroyo— del siglo XVIII, venida de Burgos, con una bodega celosamente guardada por una viuda que no sabía de vinos, y quería deshacerse de ella. Y a la que, por esa intención de la viuda, llegó Manuel María Gonzalez, que apostó por comprar esa —casi oculta— bodega (1870); y ganó. Un vino de 26º, con mucha acidez, difícil, aposentado en los años, inamovible. Nos estábamos bebiendo la historia.
Pero, ante nuestra sorpresa, aún profundizamos más, en el espectacular viaje en el tiempo que estábamos realizando. Nos fuimos casi trescientos años atrás, a una bota de 1728. Porque en Gonzalez Byass hay una bota de 1728. Hay que pensarlo dos veces. Deténganse y sientan el tiempo, y la densidad de los años. Esa densidad que se materializaba, que se hacía visible, en un vino espeso, desconocido, una gran gota oscura en una cuchara de cerámica blanca. Nos chupamos los dedos —literalmente— a la hora de catar esa reliquia: el vino de Pancho Romano de Mendoza, con menos de 5ª de graduación alcohólica, dulce, achocolatado. Un vino que se pegaba a los dedos. Y eso diligentemente hicimos: nos comimos el vino de Pancho Romano. A dedo.
Vinos con historia, vinos de pañuelo. Para recordar su olor, su memoria profunda y persistente, su vigor atemperado. Para verterlo en un pañuelo, y guardarlo. Y luego, cuando vengan los vientos en contra de la navegación vital, recuperarlo, recuperar su memoria y su poder, y, con su aroma eterno, revitalizarnos a nosotros mismos.
Así fue la cata: única, memorable, irrepetible. La cata imposible. Una cata en la que se dieron cita, conversando, la poesía, la historia, la comunicación, la palabra, el amor por los vinos y el amor por la vida. Y una complicidad latente todo el tiempo: la complicidad que Antonio Flores creó, y contagió, en todos nosotros. Una lección de vitalidad, y una lección sobre los múltiples significados del vino —y de la vida—. Eternamente agradecidos.
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